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Cómo hacer ciudad desde la estética o sobre la percepción del paisaje urbano

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La gestión de un nuevo desarrollo urbano como el de Los Cerros en Madrid, en el que la ciudad nace y se crea desde cero, coloca al gestor y a la ciudad de la que forma parte ante multitud de retos, de decisiones y de acciones cuya combinación condicionará el resultado del proyecto, convirtiéndolo en un ámbito más, mejor o peor incardinado con la ciudad en que se ubica, o en un proyecto urbano singular que aporte nuevas ideas, nuevas formas de ver y vivir la ciudad, creando o recuperando valores urbanos que lo convierten en propósito, designio, aspiración para nuevos pobladores.

Esta elección, que marcará con mucho el devenir de sus vidas futuras, estará influida por multitud de variables como ubicación, precio y calidad de las viviendas, oferta dotacional y de equipamientos, accesibilidad, identificación cultural con el nuevo desarrollo. En este sentido uno de los argumentos que más esgrimo como esencial en la formulación de planes, en la toma de decisiones, en la definición de la misión y de la visión que todo gestor urbano ha de cultivar, siendo capaz de imaginar o materializar intelectualmente la ciudad futura, es el de la excelencia. Esta, como estándar de rendimiento y como talento o cualidad que convierte al proyecto en digno de singular aprecio, ha de dirigir y fundamentar todos los ámbitos implicados en su implementación y, así, su formulación o planificación, la gestión, la construcción, la interacción con el resto de la ciudad y sus agentes. La excelencia, pues, como cimiento para la generación de ciudad singular e innovadora, acogedora e integral. Por supuesto, esta excelencia que siempre defiendo y reclamo para la gestión urbana, no se dude, promoverá y llamará a la excelencia del resultado.

Hoy traigo a este Punto de Encuentro el desarrollo de una de esas variables de las que se habla poco y que muchas veces se considera y califica como accidental o accesoria al proyecto, pero cuyo concepto está en la base misma no solo de aquella decisión de habitar un nuevo barrio sino en la determinación última de la calidad de vida futura de los nuevos habitantes. La estética, no solo concebida como teoría filosófica de la belleza formal y del sentimiento que despierta en el ser humano, sino también como factor determinante del éxito de la ciudad y del bienestar, físico y mental o espiritual, del ciudadano.

En efecto, la evolución de la estética durante la pasada centuria mostró una creciente implicación de la belleza, de lo bello, no solo respecto a la forma como núcleo de la disciplina, a la belleza de las diversas manifestaciones o creaciones artísticas, sino que extendió su inquietud y su formulación hacia lo bello en la vida cotidiana, hacia el entorno más cercano al ser humano. La percepción y la experiencia estética comenzaron a considerarse como una de las circunstancias fundamentales que permiten la identificación del ciudadano con su ambiente más próximo.

John Dewey, fundador de la filosofía del pragmatismo, verbalizó a principios del siglo XX esta consideración de la estética más allá de las manifestaciones artísticas clásicas, colocando en la base de la experiencia estética la necesaria adaptación recíproca entre el individuo y su ambiente. Se pasa de la consideración de la belleza en la forma y en las artes a lo bello como parte integrante de la experiencia diaria, a la belleza del entorno urbano en que el ser humano se desarrolla, a la percepción de la belleza en su calle, en su barrio, en su ciudad.

La consideración de la belleza habrá de estar presidida por la coherencia para alcanzar la identificación con el entorno urbano, buscando espacios donde pueda producirse la experiencia estética de manera plena. Así, esta difícilmente se alcanzará en entornos de acción frenética, pues impiden la reflexión que permite reelaborar desde el conocimiento y la emoción aquello que se percibe. También habrá de evitar la repetición constante de los mismos estímulos, ya sean visuales o de cualquier otra naturaleza, pues lo repetitivo cansa y nos lleva a la desconexión con el estímulo que fuere y, por tanto, con la experiencia estética, pues esta siempre se relaciona con la realidad y con la experiencia vivida.

El gestor urbano habrá de procurar, pues, la estetización funcional de los espacios en que interviene como objetivo esencial de su actuación, partiendo de los tres elementos que el urbanista Kevin Lynch señalara como esenciales en la percepción del ambiente y del espacio urbano: la identidad, entendida como la percepción individual y única del ciudadano respecto a los objetos percibidos; la estructura, o percepción de la relación espacial del objeto con el ciudadano y con otros objetos; y el significado, que relaciona lo percibido con el significado práctico y emotivo o emocional que los objetos tienen para el ciudadano que los observa. Estos elementos van a determinar la comprensión por el observador del paisaje urbano, recreando el ciudadano el concepto del lugar, de la ciudad, desde la experiencia emocional e individual, a lo que se añadirán los diferentes procesos sociales, culturales o políticos que afectan directamente a la ciudad percibida en cada momento histórico. Se construye así la percepción del paisaje urbano en relación con la experiencia estética de quien lo percibe, condicionando radicalmente la identificación del ciudadano con su ciudad. Esta significación es la que expresara Lewis Mumford cuando repetía que la mente adquiere forma en la ciudad y, a su vez, las formas urbanas condicionan la mente.

La cognitio aesthetica, el concepto de lo bello en el arte, se extiende como el aceite en la percepción del paisaje urbano. Esa extensión del significado hará, pues, considerar bella a la ciudad cuando la distribución de sus formas, cuando su funcionalidad y su realidad complazcan a la vista, al oído, a los demás sentidos y, por extensión, al espíritu. Díganme si no consideran esta razón suficiente para apuntalar lo argüido respecto a la Estética, a la percepción del paisaje urbano, de la ciudad, como determinante de la calidad de vida de sus habitantes. Integrar esta concepción de la Estética y de la percepción de la belleza en el paisaje urbano como uno de los ejes sobre los que han de construirse las políticas urbanas y en los que ha de fundamentarse la gestión urbana, constituye objetivo fundamental de quien les escribe en su quehacer diario.

Algunos podrían pensar que estas consideraciones no caben en la realidad y que difícilmente pueden concluir en su aplicación práctica respecto a la concepción y construcción de la ciudad. Se equivocarán. Resulta sencillo plantearse ab initio, desde la ordenación primera de la ciudad que será, cuáles son los planteamientos o las acciones urbanas que incidirán en la promoción de una experiencia estética positiva de los ciudadanos respecto a su entorno. Basta para ello con recurrir a indicadores o descriptores que todo el mundo conoce, tales como agrado, impacto, seguridad, sencillez, claridad, silencio, bullicio, por supuesto belleza y tantos cuantos hayan de contemplarse para cada una de las intervenciones destinadas a hacer ciudad. Del mismo modo, la gestión urbana ha de tender a la puesta en valor de esa experiencia estética, a la intervención programada y decidida para que la percepción del paisaje urbano en que se actúa se constituya en factor determinante de una mayor calidad de vida de los nuevos pobladores, convirtiéndose en factor esencial conformador de aquel propósito y designio que refería al inicio, que los empujará a la elección meditada y consciente de la calle, del barrio, de la ciudad en la que desarrollarán su proyecto vital.

Habrá de buscar el gestor urbano en su labor la singularidad, la combinación de los elementos que hacen que la percepción del hábitat urbano buscado empuje al ciudadano a su elección final, pues la experiencia estética, aunque difiera en aspectos accesorios, poco lo hace en lo fundamental. Observen la Plaza Mayor de Madrid y alguna de las plazas menos bellas de la ciudad que, claro, no nombraré aquí. Los ciudadanos tienen clara su elección. Contemplen una rotonda bien ajardinada y dispuesta y contrapongan su experiencia con lo sentido al observar alguna otra, descuidada o sucia, o en la que se ha colocado algún elemento o estructura supuestamente decorativa. Fácil, pues, describir la experiencia estética que produce en el ciudadano la observación de su entorno. Sencillo, también, prever cómo serán sus reacciones y sensaciones. Considérese, por último, como la experiencia estética del ciudadano estará íntimamente ligada con aspectos tan esenciales como el mantenimiento y conservación de la ciudad. Cuanto más favorable sea el resultado de esa sensación vivida por el ciudadano en la percepción de su entorno, mayor será su implicación en la conservación adecuada de sus elementos, observando en su rutina conductas que inciden de manera directa en el mantenimiento de su ciudad.

La búsqueda de la singularidad en la construcción del paisaje urbano y en la experiencia estética de los ciudadanos habrá de procurarse desde la excelencia que proclamaba. Esta será el punto de encuentro entre la generación de ciudad y la consecución de una mayor calidad de vida de sus habitantes. Esa singularidad no solo tiene que ver con la geomorfología o con la topografía, tampoco solo con el ancho de las calles y avenidas o con la distribución de usos o la estructura de la propiedad, su logro está también relacionado, incluso en mayor medida, con la exploración e indagación de cuales han de ser los elementos que, no siendo neutros, más implicarán al ciudadano con su entorno.

La neutralidad no cabe en la singularidad, lo que equivaldría a considerar la homogeneidad, como concepto, como enemiga de esa singularidad. Parece obvio que la malla urbana ha de resultar, si no del todo homogénea, al menos sí uniforme con objeto de crear una ciudad coherente, armónica, inclusiva, accesible. Pero los elementos pueden y deben combinarse de manera que procuren una experiencia estética positiva, que generen en el ciudadano una percepción del paisaje urbano que le lleve a la identificación con su entorno. Zaha Hadid avisaba: el mundo no es un ángulo recto. Añadamos a tan reveladora sentencia la necesidad de introducir la experiencia estética en la percepción de lo urbano como balanza en que la singularidad haga de contrapeso a la uniformidad y a las limitaciones del espacio.