Atravesamos la época del año más infantil del calendario. Andan revueltos estos días nuestros hijos con el deseo a flor de piel, con la ilusión, con la expectativa de lo que vendrá. No se me ocurre, pues, mejor momento para reflexionar sobre infancia y ciudad partiendo, aunque duela, de una pesimista premisa en el análisis. El urbanismo español se ha olvidado de los niños. Y ese es uno de los más graves e indeseables defectos que venimos cometiendo los estudiosos y los gestores de lo urbano. El periodista y premio Pulitzer estadounidense William H. Carter me da hoy la clave, el punto de encuentro para enfocar el problema de los niños y la ciudad, de la infancia y del urbanismo, cuando afirma, categórico, que sólo podemos aspirar a dejar dos legados duraderos a nuestros hijos: uno, raíces; y el otro, alas.
Nuestro sistema urbanístico desconoce hoy las necesidades de los niños, no las contempla y, cuando lo hace, resulta en previsiones y actuaciones sobreprotectoras que aíslan al niño del entorno urbano, de la ciudad; le apartan del hecho urbano porque considera que puede resultar agresivo o atentatorio contra los intereses de la infancia. Prescinde, entonces, de la percepción infantil de la ciudad, generando comportamientos y actitudes contradictorias frente a lo urbano o, en el mejor de los casos, indiferentes. Ello es consecuencia, entre otras razones, del funcionalismo que ha impregnado nuestro sistema durante el pasado siglo, renunciando a sus caracteres originales, a su concepción de la ciudad como espacio compartido de encuentro e intercambio y reduciéndolo a un territorio de especialización y separación de funciones urbanas. El sujeto principal de nuestro urbanismo ha sido el ciudadano varón y trabajador, convirtiendo en sujetos, si no accidentales o marginales, sí limítrofes o adyacentes, a mujeres, ancianos, discapacitados y, sobre todo, a los niños. Afortunadamente, las mujeres comienzan a convertirse, no sin un extraordinario esfuerzo y mayor mérito por su parte, en elemento nuclear del urbanismo. Mucho y muy largo camino aún aquí por recorrer, pero el viaje se ha iniciado y no parece que vaya a detenerse. Respecto a los ancianos, las acciones inclusivas, tanto en cuanto a su participación efectiva en la conformación del hecho urbano, como respecto a la consideración espacial o geográfica de sus necesidades, son cada vez más estratégicas y van dando ciertos resultados, como no podía ser de otra manera en una sociedad envejecida, como sin duda lo es la española.
No sucede lo mismo con la infancia. A nuestro sistema le ha sucedido lo que tan bien expresara Saint-Exupery: todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan. Ha olvidado una de las evidencias que habría de caracterizar al urbanismo y es que la ciudad requiere de la participación de todos los ciudadanos en su construcción y preservación. Y ello solo se consigue desde la educación y desde la implicación progresiva de los niños en aquella generación de ciudad. Esa intervención infantil en el hecho urbano la concibo como una ventaja extraordinaria en su configuración primaria. Díganme, si no, si conocen alguna etapa vital en la que la creatividad y la imaginación esté más exacerbada que en la infancia. Es en esta etapa cuando el ser humano más cree en su talento, en la que la ausencia del miedo a equivocarse conduce a los planteamientos más originales y creativos. Ya se encargará después el sistema educativo, en el mejor de los casos, de reconducir aquella imaginación o, en el peor, de mostrarnos que el error existe y de que su producción debe avergonzarnos. Hasta que no se penaliza, muchas veces desde concepciones retrógradas de la educación, otras desde las crudas realidades que la maduración impone, el pensamiento divergente, incluso distópico, de la infancia respecto al hecho urbano, sus ideas creativas y su curiosidad, son elementos que pueden y deben enriquecer la construcción de ciudad.
Con todo y como señalaba al comienzo de este Punto de Encuentro, el urbanismo ha alejado a los niños de la ciudad. Esta exclusión egoísta, cuyo fundamento último es la protección de los niños contra la ciudad, les ha hecho perder la ciudad, las oportunidades que esta ofrece para experimentar nuevas sensaciones y, por ello, de crecer y madurar, de integrarse a través de la exploración y del juego en la realidad ciudadana y de participar activamente en las funciones urbanas. Alejando al niño la ciudad pierde, también, uno de sus rasgos fundacionales, la complejidad y la diversidad.
El urbanismo español ha encerrado al niño en el hogar o en lugares ultra especializados pensados exclusivamente para ellos, en centros de juego o en centros comerciales con espacios exclusivos y excluyentes en los que, a pesar de luces y colores, el niño pierde la percepción de la belleza urbana, se desinteresa y la excluye, inmerso en esos espacios simulados que privilegian el consumo, identificando a la ciudad y a su belleza con los adultos y con una realidad extraña y aburrida, privándole del contacto con el paisaje urbano. Como es lógico, no critico la existencia de estos lugares especializados, siempre que sean considerados complemento a la educación urbana o ambiental y no el único refugio donde seguir sobreprotegiendo a la infancia. Ítem más. Defiendo que tal forma de socialización y desarrollo redunda directamente en la falta de seguridad de la infancia. Su exclusión de las calles y espacios públicos es directamente proporcional a una menor seguridad en aquéllos, tanto para niños como para adultos. La presencia y participación activa de los niños en la ciudad incidirá en esa seguridad y en la construcción de una ciudad más creativa, donde las “3T” que los estudiosos señalan como componentes de la ciudad creativa -tecnología, talento y tolerancia- hoy, más que nunca, son patrimonio de la infancia.
Así, como gestor urbano entiendo a la infancia como uno de los elementos más dignos de atención y protección cuando de hacer ciudad se trata. Lo que la ciudad dé a los niños, los niños darán a la ciudad. Comprendo que la sostenibilidad y la solidaridad, además de la seguridad, son dos de las categorías ciudadanas que más se habrán de reforzar y favorecer desde esta perspectiva. Una ciudad que cuida e integra a sus niños es, por definición, una sociedad más solidaria y mejor, que conoce que la infancia representa el capital social definitivo de lo urbano y que sabe escucharla, muy consciente de que los niños son ciudadanos capaces de proponer acciones válidas y eficaces para el crecimiento social, cultural, ambiental y económico de la ciudad. La infancia debe aprender desde esa primera etapa, sin olvidar su práctica continuada durante la adolescencia y juventud, a participar en el hecho urbano, recuperando lo que, lamentablemente, el urbanismo le ha hecho perder en la actualidad, la autonomía de movimiento.
La aludida sobreprotección ha restado esa autonomía a la infancia. No me sirve lo que algunos argumentan, que los tiempos han cambiado y que los niños no deben hacer un uso responsable de aquella autonomía, en aras de una hipotética mayor seguridad. Sucede que para la sociedad actual ha sido más fácil evitar los supuestos peligros cercenando aquella autonomía. Quien les escribe cogía solo el autobús de línea para ir al colegio desde los ocho años y, desde luego, creo que hoy hay más seguridad, en términos absolutos, de la que hubo en las calles de aquel vibrante y convulso Madrid de 1975, donde manifestaciones y algaradas estudiantiles contribuían con frecuencia al devenir de uno de los procesos históricos más extraordinarios y productivos de la sociedad española, la Transición.
Pero más allá de esta reflexión, más o menos melancólica, sobre ciudad y seguridad, que podrá o no compartirse por el lector, lo cierto es que la infancia hoy ha perdido el contacto con la ciudad y debemos intervenir para que lo recupere con urgencia. Aunque entendamos que ciertas acciones sean o puedan ser peligrosas para que nuestros niños y niñas realicen de manera autónoma o independiente, debemos, al menos, proporcionar a la infancia espacios para que experimente los beneficios de interactuar con el paisaje urbano.
La urbanística y la geografía actual, a través, entre otras, de las técnicas de información geográfica (TIG), disponen de multitud de técnicas etnográficas que permiten anticiparnos a las circunstancias y posibles relaciones entre urbanismo e infancia, urbanismo y seguridad, urbanismo y paisaje urbano. La educación urbana y ambiental será determinante, también, en esa tarea de recuperar la integración de la infancia en la ciudad. El arte, el paisaje, los espacios públicos deben constituirse, de nuevo, en referentes para producir esa integración y esa trascendental identificación del niño con su ciudad. Esa tarea se producirá de abajo arriba, desde la identificación con el barrio, dotado de aquellos espacios que permitan a la infancia la autonomía de movimiento, produciéndose así y de manera automática el salto a la identificación con su ciudad y a la recuperación por la ciudad de su complejidad fundacional. De esta manera, como proclamaba Carter, podremos legar a nuestros hijos aquellas raíces, esenciales para su correcto desarrollo y evolución en la ciudad que vivirán, y las alas que una percepción integral y abierta de su entorno les concederá, a través de la protección y promoción de su creatividad e imaginación.